Nacido de una idea tirada en el post anterior, aquí viene mi post tributo a Mantis. Mi carrera delictiva, acaso esporádica, comenzó a la tierna edad de cinco años. Mis padres me habían arrastrado al domicilio de alguna pareja amiga y habían hecho conmigo ese acto insensible que todo padre hace en esas circunstancias:
me dejaron en el living con el niño de la casa, como si dijeran “ahí tenés otro de tu clase, confraternizá, integrate y sobre todo, no nos rompas las pelotas por un par de horas”.
Ahí estaba yo, frente a un completo desconocido, obligado a coexistir sin saber si había entre nosotros algo en común, más allá de nuestra edad. Para colmo de visitante. Entre mi postura decididamente antisocial, y el recelo con que me miraba el anfitrión, ya desde el principio tuve la sospecha de que nada bueno saldría de aquello. Sin embargo, un vistazo fugaz me permitió entrever la presencia de unos autitos de colección reposando en el sillón: un horizonte potencial de afinidades se abrían de repente, porque no eran autitos de colección comunes y silvestres. No, eran réplicas de los autos que aparecían en los Dukes de Hazzard. Y entiéndase esto, a mis cinco años, los Dukes de Hazzard no eran más importante que Dios o mis padres.
Los Dukes de Hazzard ERAN Dios, y mis padres posiblemente vinieran mucho más atrás en el ranking, entre el Auto Fantástico y Mac Gyver. El anfitrión y yo cruzamos una mirada que lo decía todo: algo nos hermanaba en medio de la hostil indiferencia de nuestros mayores. Tímidamente intercambiamos las presentaciones mínimas necesarias, y nos dispusimos a recrearnos. Pero el anfitrión enseguida mostró la hilacha: no permitía que ninguno de sus autitos estuvieran en mis manos un lapso de tiempo mayor que diez segundos. Al principio respeté su fragmentaria manera de compartir juguetes; al rato la situación se volvió insostenible: cuando el pibe se atrincheró en un extremo del sillón, amontonando apresuradamente todos sus autitos, supe que alguna clase de final era inminente en nuestra relación. Sólo en ese momento exterioricé un reproche. Y fui humilde: “¿No me prestás aunque sea uno?”. Su respuesta fue un “no” tan desagradable como el que podría salir de labios de un
futuro votante de Macri. En ese instante, mis padres anunciaron la partida. Se produjo la distracción necesaria, y con una habilidad que me sorprendió incluso a mí mismo, arrebaté uno de los autitos y lo metí en un bolsillo. Nadie lo notó. Habría sido un debut innegablemente exitoso, sino hubiera cometido luego un error de principiante: ni bien hube llegado a mi casa,
me puse a jugar con el autito a la vista de todos. Las investigaciones del caso no se hicieron esperar, y las recriminaciones de rigor llegaron con todos los lugares comunes imaginables. Hubo tentativas del castigo clásico que consiste en devolver lo robado a la víctima con disculpas y toda la humillación consecuente, pero creo que mis argumentos fueron lo suficientemente atenuantes como para que el daño se subsanara sin ninguna humillación de quien escribe.
Y ustedes, mis estimados, ¿alguna vez han delinquido motivados por el fuego que inflara el pecho literario de Robin Hood?